Por: Angel Galindo
El director norteamericano Wes Anderson, nacido en Houston en 1969, ha
mostrado a las audiencias del mundo su capacidad de recrear la tragicomedia,
que se encierra en el diario vivir a través de personajes aparentemente
aventajados, pero afectados por grandes dilemas existenciales, con historias
que van desde un padre de una familia acaudalada a punto de morir, que a pesar
de no haber sido el mejor del mundo busca reunir a sus hijos en ‘Los excéntricos
Tennebaum’ (2001), pasando por el
romance de dos niños boy scouts que sueñan escapar de sus aburridos padres en
‘El reino bajo la luna’ (2012), o la libre adaptación de la historia de Roald Dahl
‘El fantástico señor Zorro’ (2009), donde convierte un cuento para niños en
toda una reflexión sobre la libertad y la tolerancia mediante la técnica de
stop motion. Eso sin mencionar muchas
piezas de antología que a pesar de no ser grandes éxitos de taquilla ofrecen un
placer íntimo y personal para el espectador como ‘Vida Acuatica’ (2004) o
‘Viaje a Darjeeling’ (2007), que hacen
de sus películas una experiencia inolvidable para el cinéfilo que se quiera
atrever a explorar una forma muy amena de hacer cine.
Bajo esta misma tradición y siendo fiel a su estilo tragicómico, el
próximo 27 de Junio llega a las carteleras colombianas ‘El Gran Hotel
Budapest’, una bella historia contada desde tres puntos de vista narrativos,
donde a través de la lectura de una niña de la obra maestra de un aclamado
escritor, vemos cómo nos cuenta el momento en que conoció al excéntrico dueño
del Hotel Budapest, quien a su vez le
relata sus aventuras de juventud junto a
Gustave H (encarnado con maestría por
Ralph Fiennes), el primer y más
reconocido conserje del mencionado Hotel,
quien además de ser un gran seductor de mujeres mayores, se caracteriza por su
elegancia y a la vez sencillez, pero cuya vida tiene un drástico giro cuando es
acusado injustamente del asesinato de una de sus amantes.
Sobre esta premisa, Wes Anderson lleva al espectador por una cinta que
apela a la nostalgia, la comedia, el humor y la sátira, no solo para describir
a la clase alta europea, sino que desde un universo que oscila entre la comedia
del absurdo y la latente tragedia de una
Europa en antesala de la II Guerra Mundial, construye un abanico de personajes
que se conectan directamente con la audiencia por su humor inteligente,
exquisito, su cruel ironía y sus escenas de comedia elegante con elementos de
las historias del cine mudo y sobre todo por ser íconos por si mismos del
absurdo de la existencia, con villanos crueles pero entrañables, héroes
imperfectos pero justos, donde ancianas decadentes posando de otoñales divas
desfilan ante los ojos del espectador para burlarse de los estereotipos de la sensualidad,
mientras se contrasta la lujosa vida de damas que consciente a sus gatos y van
al hotel en busca de algo más de una noche de hospedaje con el universo de un
Gustave, quien a pesar de su reputación vive encerrado en el cuarto del
servicio, tomando un café y posando de un don Juan tan marchito como las divas
que proclama redimir.
Sin olvidar que en esa mezcla entre cine y teatro de marionetas se
pueden ver ciudades de caricatura, recargadas de teatralidad infinita, con
escenarios que parecen traídos de una representación de marionetas, que se
combinan con planos generales de castillos de los años treinta y persecuciones
en la nieve, claves ocultas en monasterios sobre las montañas de religiosos
sumergidos en cantos gregorianos inentendibles, que se vuelven una parodia a la
solemnidad de la religión, donde el
suspenso al estilo de las novelas de Agatha Christie o el espionaje de las
novelas de Graham Green, se conecta con lo disparatado de persecuciones llenas
de candor juvenil, que súbitamente contrastan con un final melancólico que
respeta los tonos en blanco y negro para hablar de las tristezas del corazón,
de las soledades profundas que la pérdida de un amigo conlleva con el fin de
representar una época gloriosa para
hacer referencia a la llegada del comunismo, al cambio de poderes políticos y
también para evocar al viejo refrán de las abuelas donde se hace referencia a
‘Todo pasado fue mejor’, mientras se vuelve de nuevo al segundo punto narrativo
de la historia, donde el acaudalado propietario menciona como último gran
recuerdo el nombre de la suite de lujo, que es el único e irónico legado que ha
dejado Gustave, hecho por su gran amigo el joven botones hoy convertido en
dueño y misterioso millonario y fuente de inspiración de toda la narrativa,
mostrando un retrato de la tolerancia que el espectador descubrirá por si mismo
en dos secuencias en un tren de que lleva a los protagonistas del hotel a la
gran ciudad en dos ocasiones y contextos diferentes.
Mención especial también merecen los personajes corales y colectivos que
también le dan un colorido a la trama, la logia de los conserjes que como un
canto contestatario a las religiones resulta más efectiva que el aislamiento y
la solemnidad de los monjes gregorianos aislados de las montañas, la hermandad
de los prisioneros quienes rompiendo estereotipos, nos recuerdan el humor de
Woody Allen en ‘Toma el dinero y corre’ (1969), al no ser los violentos
resentidos sociales, pero tampoco los héroes victimizados, sino meramente
hombres hambrientos de libertad, mientras los policías encabezados por un
despistado coronel francés, interpretado con calor y simpatía por Edward
Norton, son tan solo títeres de las circunstancias que siguen pistas
equivocadas como una forma de burla de la autoridad, que recuerda que el
verdadero poder del mundo se encuentra en los entrañables lazos que los hombres
hacen a través de la lealtad, los sentimientos y el coraje.
Pero, el máximo encanto de ‘El Gran Budapest Hotel, es que la gran
montaña rusa de emociones que contiene, donde es posible reír, sentir
nostalgia, evocación y a la vez pasar un rato entretenido, haciendo con
sutileza interesantes reflexiones sobre la vida, el amor, la amistad y la
tolerancia, pero bajo una perspectiva refrescante, amena, donde el uso de diferentes
mezclas de géneros y la intrépida narrativa, unida con tonos de fotografía, que
entrelazan el cine con el teatro y la
sensación de que se está no solo leyendo, sino viviendo una novela, hacen de
esta cinta una experiencia imperdible que ratifica a los seguidores de Anderson
su calidad como director , y es el perfecto aliciente para que quienes no
conocen su filmografía se acerquen a su obra y disfruten, en una época de
divertimentos banales, de una pieza cinematográfica para pensar, pero también para
entretenerse y recordar el valor de la tolerancia, el respeto y la nostalgia,
mediante una narrativa amena y evocadora que maneja con un balance impecable el
cine de autor y el cine de divertimento.
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